29/6/09

Luego de tanto, ella accedió a su pedido. Había escrito ya varias hojas y la muñeca le dolía como hacía tiempo no ocurría. Y es que la mala postura había empeorado su situación, y ahora sólo restaba continuar con lo prometido. Él le sonrió sin que ella lo viera. Desabrochó uno de sus botones y la piel brotó como la crema de un frasco sin estrenar. Todo en ella era de una voluptuosidad sin nombre, y él, al verla, tembló. Desperdigaba su encanto por entre las telas y los recuerdos. Ambos navegaban, sobre su piel, por entre las islas de la memoria, buscando encontrar la semejanza que permitiera sostenerse para no caer ante el asombro, ante el pánico de tan virgen terreno. Ella le dijo que había escrito sólo tres hojas sobre el filósofo aquel. La reforma ortográfica y la politización de un pasado que no era el espectáculo actual. Luego comenzó a depilarse olvidando que los ojos de aquel permanecían, incólumnes, como enfurecidas columnas que sólo sabían pretenderla. Ella se alejó de a poco, cada vez más, con cada pelo menos que restaba del muslo de su pierna. Él le gritó desde el otro lado del vidrio, golpeó con los dedos y con el puño, incluso con el codo y el pie. Ella había dejado de conocerlo hacía 8 minutos exactamente. Él ahora sabía que en breve lo obligarían a salir, a dejar de pertenecer. Extranjero al cual la obligada hospitalidad se le había negado por no tener unos billetes de más.

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