El doble se construye a partir de la idea de unidad.
Hay otro. El otro no siempre es el doble. El doble es la contracara, lo
ambivalente, lo opuesto a mi, lo que yo no soy. Hay un encomio de la unidad
como estado de gracia, como impulso, como claridad de ser ante lo propio, y
ante lo Otro. Hay una convicciòn salvaje de la verdad como existente. Entonces
todo tiene un sentido. El doble se construye a partir del terror por ser
atacado, invadido, poseìdo por lo que no siento propio. La humanidad delimita
los vìnculos a partir de fórmulas deterministas. Hay un deber ser. La
virtualidad de los vinculos produce el desdoblamiento: devenimos en nuestro doble
cuando lo construimos a imagen y semejanza de lo que no somos, de lo que
pretendemos. No es un juego de imposturas, es una superposiciòn de rostros.
Ante mi gesto matutino coloco la máscara de la segunda mañana; hay roles, hay
tareas que cumplir. Por cada habitación se adquiere, se luce la máscara que nos
va acomodando al contexto. Al final del corredor puede verse la luz de la
noche. Reluce, propone una bienvenida que no se impone, que sólo invita al
silencio y al despojo. El ritual final es el sagrado: desnudarse de cada piel
para encontrar la carne que se cuece bajo el peso. El doble es un juego que se
va dando. Se van rajando, quebrando las máscaras como cartapesta en manos del
niño inexperto. Se va filtrando algo, bajo tanto, que habla del Yo matutino,
del primer rostro recièn lavado. El doble se posiciona tras el sueño en el
rincòn oscuro que le viene dado por la historia, el doble se impone el silencio
cuando escucha la hoja caer, la flor abrirse, la mosca morir. El doble no puede
menos que atestiguar el dolor del cuerpo, el castigo del espìritu, desde su rincón,
atragantado y viejo. No hay desdoblamiento material posible fuera de la
virtualidad. Más bien, el arte es la única via de desdoblamiento posible, fuera
de la virtual. Y lo virtual no es más que el recinto en el que no portamos
rostro, sino tan sólo una voz. Somos los rompecabezas de un presente perpetuo,
no hay cuadro que permita concebir un sentido claro a la superposición de
gestos, de máscaras con que nos vestimos a diario. Si todo es ficción
encubierta, la impunidad de desposeerse el rostro, de desdoblarse hacia aquel
que nos quisiéramos pese a la culpa, al castigo, es el oasis en medio de un desierto
de caras sin ojos, de bocas sin voz. El desdoblamiento de verme caer, de verme
sentir, de oir mi latido y sentir cómo va rasgándome el pecho hasta dar con el
hueco perfecto para su salida, para su clausura, es en el poema un intento, en
la carta un despojo, el don del cuerpo primero, el que aun habita el sueño y
pisa con las puntas de sus dedos la vigilia que va a anclarle el día. Desdoblarme para sentir es aceptar que las
máscaras forman parte del pasado que me fue negado, del futuro que el pecho
teme, de aquello que el terror ansía.
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