Hubo dos únicos
momentos en mi vida en los que me sentí empoderada. El primero: un verano mamá
volvió de trabajar en la feria, no recuerdo en cuál. Le había ido muy bien. Es
lo que recuerdo. Me había traído la Barbie exploradora. Tenía un atuendo muy de
zafari, cliché. La amé. Con ella me atreví a pisar el fondo de la casa, hundido
en la oscuridad de la noche, en la falta de artefactos eléctricos que llegaran
hasta allí. Había ramas caídas, había terror. Había cucarachas, olor a pasto.
Mis papás hablaban sentados en dos sillas de exterior. Estaban a pocos pasos,
iluminados ellos. Yo estaba con mi Barbie exploradora, me había empoderado.
Tenía la fuerza de mi ser mujer.
Tenía 10 años, más, menos. Me sentía fuerte, porque no estaba sola. El miedo
volvió al poco tiempo. Corrí hasta mamá. Me excusé. No volví a indagar en lo
oscuro. El segundo: Verano, también. Viajaba en combi desde el sur hasta
Capital para encontrarme con mi hija. Estaba convencida que iba a separarme.
Que los errores, que los silencios, los desplazamientos, habían sido, al final,
necesarios. El terror dio paso a una fuerza abrumadora. Al fín me sentía capaz
de afrontar la vida por mí. Capaz de abonar, de viajar, de llamar, de criar, de
alimentar, de sonreir. Por mí, por nadie más. El poder estaba en la convicción
de una independencia mal lograda, una que se venía con la intensidad de los
vínculos que al chocar, se aclaran. Nunca más, nunca antes, nunca después,
volví a sentir poder.
Empoderar al cuerpo
siempre se inscribió en tabú, aunque también como necesidad. Si era deseada,
era aceptada. Si era penetrada, la facilidad de la entrega, el despojo, la
soltura, no hacían más que aislar al contenido de un envase mal cuidado. El
terror a no ser valorada puso al cuerpo en el disfraz del poder. Nada hubo más
débil en mi que la carne, porque lo abierto allí no era el sexo, no era el
labio, sino la voz más baja, el fondo de la piel, lo que pedía, con un grito,
por favor, entidad. Empapé al cuerpo del
atuendo de lo seguro. Intenté la homosexualidad, intenté la cancelación de la
voz interna, intenté el despojo del cuerpo, intenté la entrega absoluta.
Intenté evitarme el juicio: quise elegir querer. Entender la sexualidad es
aceptar el poder del cuerpo propio como canal de placer, como posiblidad de
verdad.
Empoderar a la
voz es aceptarse, sin títulos, aquello que se elige como definición movil. Ser
es ser en movimiento. El abrazo propio, el acto auto erótico como afecto de
reconocimiento, de identificación, sanan. Empoderarse, femenina, animal,
intento, vulnerabilidad, es captar el amor por lo propio aún en lo errado, en
lo que enjuicia, en lo que nubla.
Dos veces en la
vida me sentí empoderada: la primera, cuando Barbie exploradora me acompañó a
descubrir las sombras; la segunda: cuando me convencí que podía ser capaz de
todo.
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