30/1/14

El mismo impulso se repetía una y otra vez. No hay forma correcta de describirlo, no soy capaz. Se que empecé a elegir las frases cortas, aunque a veces me descuido. Ocurría como un contagio, pero no es la palabra más acertada. Más bien, una necesidad de ingresar, de pertenecer. Una necesidad de pertenecerse. Hacía seis años lo había sentido por primera vez. Dos dedos introduciéndosele hasta el gritito casi agudo. Nunca un susto, siempre un miedo de fondo. Una mano presionando contra su pecho, una extraña añoranza de futuro alimento. Sintió la lengua, la succión. Entendió parte de ese rol que habría de cumplir cuando lo eligiera. Era andrógina, la "mamada", como término se acerca a lo real. Pero nada de eso había sido real. No según sus parámetros. Se refugiaba bajo un cielo nublado y una afición de narradora melodramática. Escribía a diario el cronograma de su vida, sin considerar la página, sólo el acto, la especulación, la fantasía y la angustia. Sobre todo la fantasía, por ser causante de todo lo otro. Idealizó a la andrógina hasta sentir el quiebre en cada palma. Luego se normalizó; bajo esa idea de equilibrio heredada que no hacía más que erigir la fantasía por sobre lo real.


Hace dos años se enamoró. Era pelo rubio, caído sobre la nunca, dedos entrelazándolo para evitarse. Un modo del ocultamiento que hacía imposibles las sombras sobre la cara. Estabilidad, pensaba. Destapó la cerveza y brindó consigo. Cuestionó el potencial de sus hojas ausentes, de nimias anotaciones, un currículum de atroces dolores por debajo de los ojos. Una constructora de su propia hinchazón, una desertora cobarde ante sus propios abandonos, una ilusa malavarista de cuerpos. Una intocable para sí, pero una llama opaca, intensa pero portadora de un secreto insoluble, incapaz de nombrarlo.

El impulso nunca dormía. Entonces tenía esto a lo que no sabía nombrar de ningún modo. Ese día encendió el televisor y agradeció a todo su pasado el haber aprendido el concepto de identificación. Se vio, se cuestionó: es el pelo más oscuro, es el tiempo de otra era, es otro nombre, el magnífico genérico que puede con tanta facilidad caer en cursilería poética pero que hoy ENTIENDO. Hoy entiendo.

Una boca lamiendo a otra boca. El amor y la idea del amor. ¿Era la femeneidad, o la andrógina pasada? Era amar al amor; amar todo lo que ella pensaba AMOR. Hacía tres días había vuelto. La mujer que fue amor se pronunciaba en un regreso. Pedía, exigía el reencuentro. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? La cholula idea que imagina como oficio posible el de la derrota, no lleva más que a la soledad de incondicionales. Sólo romances, sólo sexo, sólo camaradería queda. Ni una sola amistad que aconseje, que regale la palma abierta diciendo "camarada, mi camino sea contigo" o alguna otra pelotudez similar. Con los años las carencias se resienten, y las palabras tornan a la reiteración bordeando siempre la misma idea. Otredad; no siempre el enemigo está allí, pero ¿el amor? En esa semejanza reproductiva, semejanza de futuros y actuales roles, esa semejanza de nombres, se convoca al ideal y se lo erige. Es amor, es amor grita la diosa con nombre de verdad. Alethéia. No era una diosa, sólo es una idea que le da vueltas en la cabeza. Entonces los pómulos se resienten y un ardor indoloro en la entrepierna clama por piedad. El estímulo siempre vuelve, porque es lo que incentiva, lo que promueve.

Escribir es otra manera de esperar.

La primera vez fue en una heladería; era el baño. Había olor a pis, se acuerda, y los dedos después de la palma y su leche que no era leche porque la maternidad no le había llegado. Nunca le iba a llegar. Pero pensó: ahí es dónde. Sabía ante la succión que algo se estaba gestando en el inconsciente ajeno, y que ella estaba siendo testigo. Soy su madre, pensó. Esa fue la primera vez. Precedida por una cerveza en la vía pública y por un descubrimiento que aún resuena en sus paredes internas, aún hoy día. Sus labios eran suaves, húmedos. Pero se veían secos, quebrados. ¿Cómo tal humedad cuando la imagen que me devuelve la luz al reflejarse es la del quiebre? Ella había pensado en la manteca de cacao, pero era andrógina, creyó que iba a ser rechazada. Entonces, la humedad. Había descubierto la irrealidad de aquello a lo que se enfrentaba, que era todo. Entonces lo prefirió. Ese día mutó, tomó la forma de la voz que narra. Pero no fue amor en ese entonces. En esos días no escribía, sólo divagaba en diarios inexistentes, con tintas pudientes de capacidades sin explotar. No sabía lo que era una lapicera; lo aprendió hace dos años con la primera carta que escribió. En ella aclaraba: si te vas, nada va a dejar de doler. Si no es dentro tuyo, nada respira. Yo respiro dentro tuyo -es mi metáfora, es mi forma de decirte-; debo enunciar el verso justo, las palabras mágicas que te retengan, pero decirte amor no es suficiente. Las pastillas me están matando, ya no se distinguir entre mi grasa y la ajena, y todo está bajo mi piel, todo está adherido a mis huesos. Todo excepto vos. Vos te me escapás como algo que no pertenece a este mundo y por ello no puedo asirlo. Yo pertenezco, soy parte de algo que lo es todo. Yo respiro y a veces creo, no puedo confirmarlo, que vos no. Por eso te vas, por eso volves al útero; por eso reincidís. Las pastillas me están matando y tu mano cuando se choca contra mi, me habla. Es lo único de vos que sí me habla. Pero es otra metáfora, nada de esto es real. No tomo pastillas, sólo quise dormir para siempre y después te vi; entonces desperté. Desperté con tu mano chocando contra la mia. Te gritaría: ¡Estela! ¡Estela!, a lo mejor así empezarías a verme. Si te vas. Si volvés.

Entonces aprendió a escribir. Con la pérdida descubrió que no poseía nombre y tuvo que elegirse uno. E.D. Pensó, suena bien, pensó. Estoy tan cansada.



He vuelto a escribir después de años. Los sonidos resuenan en el fondo. ¿Cuál fondo? No hay final en el pozo. ¿De qué estoy hablando? Una estúpida manera de revestir la página en blanco: imágenes, sonidos, tontos paralelismos que podrían definirse con toda clase de conceptos, ¿para qué? Sólo argumentar en favor del preciosismo literario y en el fondo nada, porque no hay fondo. Estoy enferma. Las pastillas me están matando. Se lo dije, no pareció importarle. Será por mi hipocresía. Hubo un tiempo de convivencia en que Él enunciaba frases preciosas y me vestía de mujer para serle útil y fiel. Fue el tiempo del amor inconsistente, del amor sin resultados, del amor con tiempo para no ser nada más que amor. Entonces, Él. Un pacto que estaba implícito; era el juramento hacia la eternidad y el hábito de una constancia en donde las palabras edulcoradas y el sexo intensificado eran la clave. Y resultaba. Les iba bien en su silencio, porque no lo notaban. Las carencias se invisibilizan cuando ambos actores entienden que la realidad se construye bajo el parámetro de lo normal normal. La normalidad de quienes así lo estipulan es la clave de una vida organizada. Entonces las Instituciones comienzan a ser funcionales. La clave está en la fe ante la muerte de Dios. Porque el eje de la creencia se traslada a la tierra de los vivos, a la tierra del presente como idea que se materializa discurso mediante. En el fondo, siempre en el fondo de las pieles queda el deseo. Se oculta el hecho de que sea éste el verdadero motor de las acciones humanas. No es correcto; se trasladó nuevamente a esa imagen, la succión, la leche ausente, era su madre. La andrógina como la hija perfecta, porque era todos los roles y nunca iba a dejarla sola. La madre capaz de abastecer todas las necesidades y aún así de fomentar la carencia. El trato parecía el perfecto, sólo que excedía la normalidad normal, entonces hizo tratos con Él. Luego todo se aquietó, ya no hubo el aire previo a la tormenta que limpia y vivifica el deseo como motor único. Ya nada erigía la tierna sensibilidad de la piel cuando se eriza por el frio. Ya nadie iba a notar, desde la normalidad normal, que algo respiraba bajo el traje de invierno en Diciembre. Ya nadie. Nada. No.



Incandescente, miraba. Sentada en la mesa de una esquina de Almagro, incandescente, miraba. Todo ojo era la pupila que se dilataba buscando la historia, rascando bajo la mugre de cada una, buscando la historia. Un hombre en la mesa opuesta, lee. El diario dice "Braden o Perón", pero es el 2008. Los detalles, los detalles. Tiene las uñas arregladas. Brillan, como si el calcio, el traslúcido, opacara la verdad de su vestuario. Traje, maletín a un lado, corbata. La corbata. ¿Cómo ve la corbata tras el diario? Porque cada siete minutos el hombre baja el diario para sorber café. Un trago corto, sutil. Lo quiere hacer durar; luego un trago corto, sutil de jugo de naranja. Quiere sentir el sabor del café, a cada trago, como si fuera el primero. Tiene miedo de morir. ¡La nariz! Eso es lo que brilla en realidad. Sus fosas se sacuden como un vibrador en potencia media. Conocí la vibración dos años después. Respira agitado, tiene los pulmones viejos en su juventud, los gastó antes de tiempo. Debería limarse la nariz así como se pinta las uñas. No se las pinta él, paga para que se las pinten. Allí reside su hombría. Está cansado de cojer. Pero se masturba cada dos días. Tiene miedo de morir. Su nariz; puntos negros, bellos cortos, negros. Pus bajo la negrura. No se aprieta, no deja que salga, le da asco lo que supura, lo que chorrea. No le gusta el semen. Se masturba bajo la ducha. El agua lo disimula todo, no limpia nada. No puedo escribir, tengo que ver, que encontrar la historia. En una mesa en una esquina el diario la corbata las uñas, la nariz. No encuentro la postura adecuada; me gustaría preguntarle. ¿Qué? Me tiembla el pulso. Fumo desde hace tres años, antes del amor fumé. Después.

(...)

2008

1 comentario:

Enzo dijo...

genial, Belén. muy bueno!