25/6/09

Dijo. Por la autoreflexión es que la angustia nos corroe. Es porque el oficio nace de otro lado. No desde allí, desde donde me controlan. Una mano, una en la cadera y otra en la garganta. Se hunde lentamente produciendo arcadas que, tras unos segundos de costumbre por insistencia, concluyen en un vómito que no llega a ser despedido. Así ,la mano suave me acaricia desde adentro. Él se muerde el labio con una malicia que ya le es propia. Y mira con la fijeza de quien sabe lo que ocasiona. La risa distrae al vómito que, latente, dialoga con el reloj de pulsera de la mano que busca colmarme, poseerme. Pentrada por la piel y los pelos de su extremidad, siento las paredes del estómago acariciadas por la punta de los dedos, de sus dedos. Tiene las uñas mordidas, despintadas y gastadas por el uso.
De frente, él le explicó, con la paciencia del maestro, que no esa metáfora barata la que corresponde al trabajo. Sonrió, luego de discutir sobre la sensualidad perdida del mensaje siempre ausente, y desnudó tres dientes, sólo tres (porque bien sabía desnudarse) y la miró sabiendo.
Nunca la espera se le había vuelto tan sofocante. No podía terminar de limpiarse las uñas. Los restos de esmalte rojo la aguardaban entre el algodón y el quitaesmalte que nunca compró. Ella esperaba que él dijera, con la distancia que acostumbraba, cuál sería el día pautado.
Y tras varios meses de espera, él la besó con la mirada.

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