Luego de tan larga noche, descubrió el tono rojizo en sus ojos y sintió
el peso de las horas. La madrugada la recibió con el olor a lo tardío, y
con las medias rotas y los zapatos sucios de cigarrillos viejos, caminó
sin querer saber a dónde se dirigía. El mediodía de un feriado la
nombraba con su silencio, la ausencia de otros cuerpos era el mayor
placer para su agitado espíritu, ya que en la soledad podía recordar
cada episodio pasado con la lucidez que por la noche no había tenido.
Las veredas, mojadas aún por los baldazos de sus dueñas horas atrás, le
humedecían la piel aún cubierta por varias capas de abrigo. Caminaba y
sus tacos resonaban a lo largo y ancho de la calle. Como ocurre en todo
feriado, el viento se había tomado licencia y el ambiente resultaba
opresivo en su estática humedad. Los árboles eran sólo la silueta bien
dibujada de lienzos olvidados en un galpón, y ni siquiera los gatos de
la casa por la cual ahora pasaba, se dejaban ver. Todo dormía en el
barrio, menos ella. Ella que no había dormido aún, y que se disponía a
hacerlo en cuanto hubiera almorzado, en cuanto hubiera respondido a su
madre sobre todo lo concerniente al puritanismo que la ahogaba. Con las
manos en los bolsillos hacía sonar el taco aguja de sus zapatos,
adormeciéndose en la regularidad del paso, y pensando, sin poder
apartarse de aquello, en una lengua que la acarició con ferocidad. La
oscuridad de la noche, acentuada por la intermitencia de luces
epilépticas en el lugar, cobijaron su fugaz romance y lo bañaron del
erotismo adolescente que la música contempla, impone. Su cuerpo se
estremeció al recordar las impúdicas caricias que la envolvieron en la
privada esquina de tan público lugar. Sus piernas temblaron sin dejar de
caminar, y sintió entre medio de ellas el calor de quien comienza a
desear. Con la vista fija en el suelo, sólo el eco de su andar la
acompañaba. Y era un modo de sentirse no tan sola, no tan desprotegida.
Con fuerza clavaba sus tacos al suelo y más fuerte presionaba sus puños
dentro del bolsillo del saco. Al frenarse en una esquina, previa a
cruzar, el ruido de quien se frena, de quien raspa la suela de una
zapatilla la alteró por detrás. El corazón le dio un vuelco, el pecho le
dolió del mismo modo en que, una noche, un espíritu en manos de una
amiga le dijo que habría de morir una tarde de silencio. Su respiración
se agitó hasta no poder contenerla. Quiso seguir caminando, apurar el
paso, pero a lo lejos un auto la obligaba a esperar. Nada se volvió a
oír, pero todo creyó escuchar ella en su desesperación. El auto pasó y
los pies no alcanzaron para caminar cuanto su corazón imponía. No quiso
correr, sabía que al hacerlo cualquiera que la estuviera acechando haría
lo mismo y ya no tendría escapatoria. Sólo faltaban dos cuadras para
llegar. Pensó en gritar, pero sabía que las ventanas estarían cerradas
al igual que la puerta, y que nadie la escucharía en caso de que
gritara, porque nunca lo hacían. Veloz caminaba, presionando las manos
cada vez más hacía sí dentro de los bolsillos. Temía darse vuelta, verle
el rostro al miedo mismo, enfrentar la posibilidad. Silenciosos pasos
podía percibir detrás suyo que se acercaban a medida que más se apuraba.
El pecho le dolía por la agitación de su cuerpo, y unas lágrimas
asomaron por entre el rimmel corrido, y el delineador permanente. Lo
imaginó todo, fue un instante en que se vio forzada a desnudarse,
arrancada de sus medias de lycra y desprovista de la única seguridad de
su cuerpo, que era esa bombacha color negro de algodón. Se imaginó
forzada, sin poder mover las manos, llorando y gimiendo por no poder
gritar, sujeta contra una pared, y penetrada hasta la sangre por un
cuerpo, un hombre, un sexo ajeno, desconocido, sucio por la imposición.
Se imaginó golpeada, sangrando o quizá deshechas sus adolescentes
ilusiones, se imaginó recordando con vergüenza el episodio nocturno, las
caricias inocentes aunque no, las lenguas y el calor. Por sobre todo el
calor. Se imaginó forzada a la más cruda desnudez, a la más dolorosa de
las penetraciones, a la más sanguinaria obligación: ser forzada a
crecer. Corría sin darse cuenta de que lo hacía, corría con locura
deseando que su madre o su padre abrieran casualmente la puerta y la
encontraran, la salvaran, la protegieran. Corrió y gritó con el ahogo de
una nena, de una mujer que teme, y al llegar a la puerta se desarmó.
Sujeta a las rejas de la entrada sintió que la calma le volvía al
cuerpo, que nada malo podía ocurrirle estando ya tan cerca de entrar a
su casa, cerca de su hogar, santuario protector de quien así lo precisa.
Las manos le temblaron por primera vez, y el pecho, adolorido, lo
observó pasar. Sus zapatillas rozaron el suelo, patearon o pisaron una
hoja, y continuaron su recorrido sin siquiera pasear la vista por ella.
Un llanto seco mezclando con maquillaje formó una pequeña costra
alrededor de sus ojos. Su madre desde adentro le gritó que la esperara,
que no encontraba las llaves para abrirle.
Junio 2009
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